
Las calles de Buenos Aires estaban inusualmente silenciosas esa noche, la ciudad bañada por el resplandor dorado de las farolas. Soledad Pastorutti, la querida cantante de folclore argentino, se dirigía a un evento privado en el corazón de la ciudad. Sentada en la parte trasera de un elegante sedán negro, tarareaba suavemente para sí misma, sin saber que el destino le tenía preparada una cruel sorpresa.
Mientras el auto se deslizaba por las concurridas avenidas, el conductor, un chofer experimentado, permanecía concentrado en la carretera. Sin embargo, justo cuando se acercaban a un cruce cerca de la Avenida 9 de Julio, un camión a toda velocidad se pasó un semáforo en rojo. El impacto fue inmediato y catastrófico. El sedán giró violentamente antes de estrellarse contra un poste de luz, el chirrido del metal contra el pavimento resonando en las calles vacías.
Los transeúntes corrieron hacia la escena, sus rostros pálidos de conmoción. El conductor del camión salió tambaleándose, aturdido pero ileso. El humo se elevaba de los restos del sedán, cuya parte delantera estaba completamente destrozada. En el interior, Soledad yacía desplomada contra la puerta, inconsciente. Un hilo de sangre brotaba de un corte en su frente, manchando la delicada tela de su vestido. Su chofer, aunque conmocionado, ya intentaba llamar a emergencias.
En cuestión de minutos, las sirenas rompieron el silencio de la noche cuando ambulancias y patrullas de policía llegaron al lugar. Los paramédicos sacaron con cuidado a Soledad de los restos del vehículo, revisando sus signos vitales. Un pulso—débil, pero
presente.