
Madrid estaba inusualmente tranquila aquella noche, la ciudad bañada por el suave resplandor de las farolas. Rob Iniesta, el legendario líder de Extremoduro, iba al volante de su elegante sedán negro, recorriendo las calles vacías. Acababa de terminar una larga sesión en el estudio, trabajando en algo que esperaba que sacudiera al mundo una vez más. Su mente aún estaba perdida en los ecos de la música, sus dedos golpeaban distraídamente el volante mientras tarareaba una melodía que aún no había encontrado su lugar en una canción.
Al acercarse a un cruce, las luces del semáforo parpadearon, proyectando sombras inquietantes sobre el asfalto. La carretera parecía despejada, pero el destino tenía otros planes. De la nada, un par de faros cegadores se precipitaron hacia él a toda velocidad. Antes de que pudiera reaccionar, un estruendo ensordecedor rompió el silencio de la noche. Su coche giró violentamente, el metal chirrió contra el pavimento y el cristal se hizo añicos en mil pedazos. Luego, todo se volvió oscuridad.
Pasaron minutos, o tal vez horas; era imposible saberlo. El lejano ulular de las sirenas rompió el pesado silencio. Una pequeña multitud se había reunido, sus rostros iluminados por las luces azules y rojas parpadeantes de los vehículos de emergencia que se acercaban. Un paramédico se arrodilló junto a los restos del coche, su voz era urgente mientras buscaba signos de vida. “Tenemos pulso”, gritó, aunque el alivio en su tono fue fugaz. Rob Iniesta estaba vivo, pero apenas.
Cuando lo sacaron de los restos retorcidos de su automóvil, su mente vagaba entre la consciencia y el olvido. Fragmentos de recuerdos pasaban ante sus ojos: su primera guitarra, el rugido de un estadio abarrotado, las sesiones de improvisación nocturnas con sus compañeros de banda. ¿Era así como terminaba todo? El pensamiento le heló la sangre, pero no tenía fuerzas para resistirse. En algún lugar lejano, una voz pronunciaba su nombre, aunque parecía venir de otro mundo.
El hospital olía a antiséptico y al aire afilado de una limpieza excesiva. Cuando finalmente recuperó la consciencia por completo, el dolor lo golpeó como una ola violenta. Su cabeza palpitaba, su cuerpo dolía y su brazo derecho estaba envuelto en vendajes. Una enfermera se acercó, su expresión era una mezcla de alivio y preocupación. “Tuviste suerte”, dijo en voz baja. “Pudo haber sido mucho peor.” Rob intentó responder, pero su garganta estaba seca y su voz apenas era un susurro.
La noticia del accidente se extendió como la pólvora. Los fanáticos inundaron las redes sociales con mensajes de apoyo, rezando por su recuperación. El mundo de la música contuvo la respiración, esperando noticias sobre el destino de una de las leyendas del rock más icónicas de España. Algunos temían que nunca volviera a actuar, mientras que otros se aferraban a la esperanza, creyendo que si alguien podía sobrevivir a esto y regresar más fuerte, era Rob Iniesta.
Los días se convirtieron en semanas mientras luchaba por sanar, tanto física como mentalmente. El accidente le había dejado más que huesos rotos; había sacudido algo dentro de él. La música siempre había sido su escape, su rebelión, su salvación. Pero ahora, cada nota, cada letra se sentía distante, como un idioma que ya no comprendía. ¿Volvería alguna vez al escenario? La incertidumbre lo atormentaba.
Entonces, una noche, mientras el sol se ponía tras la ventana de su habitación, algo despertó en su interior. Extendió la mano hacia el cuaderno que descansaba en su mesita de noche, sus dedos temblaban ligeramente. Lentamente, comenzó a escribir. Al principio, las palabras llegaron con dificultad, como una canción olvidada que luchaba por ser recordada. Pero a medida que la tinta fluía sobre el papel, también lo hizo la música. El fuego dentro de él no se había apagado, solo había estado esperando el momento adecuado para arder de nuevo.